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fabuloso.
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Contemplaba yo aquella turba de viejas, hombres y chiquillos
que se apiaban delante de la tienda de Frantz Sepel, quien iba distri-
buyndoles porciones de piltrafas.
No se vean ya los grandes perros de Frantz rondar en torno de la
carnicera lamindose las fauces al olor de las grandes tajadas que les
arrojaban: en su lugar, algunas mujeres, extenuadas por el hambre,
alargaban sus enflaquecidos, brazos, gritando con voz dbil:
-Un pedacito de hgado, seor Frantz! Un pedacito de aadidu-
ra!
Observaba yo todo esto desde el portal de una casa vecina, medio
arruinada por las bombas. All a lo lejos, apoyados en los pilares que
sostienen el cobertizo del cuerpo de guardia algunos veteranos con-
templaban inmóviles este siniestro cuadro.
Mi tristeza se aumentaba por grados; iba ya a retirarme cuando
distingu a Burguet que atravesaba el Mercado, cruzando por delante
de la barraca del to Brainstein, derruida tambin por el bombardeo, y
cuyos escombros, esparcidos por el suelo, interceptaban el trnsito.
Burguet me haba dicho unos cuantos das antes de ocurrir la
muerte de mi nieto que su criada se hallaba enferma y aunque por
entonces no hice caso de ello, lo record al verlo nuevamente.
En aquel momento me pareció tan cambiado, que cualquiera le
habra echado diez aos ms de los que tena. Su ancho sombrero le
caa hasta los ojos; su barba, al menos de tres semanas, habla encane-
cido de un modo extrao.
Cuando llegó frente a la carnicera echó en derredor una mirada
recelosa y como no viese ningn rostro conocido, metióse entre la
multitud, esperando su turno.
Desde el sitio donde yo me hallaba no, poda ser visto por l.
Al cabo de un instante, dejó algunos sueldos en la mano de Se-
pel, y recibió su pedazo de carne, que ocultó debajo su capote, partien-
do muy de prisa, con la cabeza baja y las manos en los bolsillos.
Esta escena me oprimió el corazón. Sal de m escondrijo, y echó
a andar hacia casa murmurando:
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-Es posible Seor, es posible?.. Burguet, un hombre de talento,
verse acosado por el hambre, y reducido a roer huesos de caballo!..
Oh, qu prueba Dios mo!.. qu prueba!
Entr en mi casa consternado. Aunque, eran muy escasas las
provisiones que nos quedaban, llam a Safel al da siguiente, antes de
que bajase a abrir la tienda y le dije:
-Toma, hijo mo: lleva esta cesta al seor Burguet: ah van algu-
nas patatas y dos o tres pedazos de carne salada. Ten cuidado de que
nadie, lo vea porque te lo arrebataran. Dile a Burguet que acepte este
pequeo obsequio en memoria del pobre desertor.
El nio partió inmediatamente, a desempear su comisión:
cuando volvió, me dijo que Burguet haba llorado de alegra al recibir
la cesta.
Todo cuanto voy refiriendo, querido Federico, es un ligero bos-
quejo de lo que pasa en una ciudad sitiada. Esto fue lo que sufrieron
los alemanes, los espaoles y los italianos: nosotros, los franceses,
debamos sufrirlo a nuestra vez tales son las leyes de la guerra.
Los vveres de la plaza estaban ya agotados, y, sin embargo, el
comandante que, substituyó en el mando al gobernador Moulin, que
haba muerto vctima del tifus, no se mostraba muy preocupado por la
grande miseria que nos aquejaba; lejos de esto, procuraba ocultarla
con esplndidos bailes y fiestas que daba en honor de los parlamenta-
rios, enemigos. Las ventanas del antiguo palacio Thevenot aparecan
con frecuencia iluminadas, la msica dejaba or sus armoniosos ecos,
mientras los oficiales de Estado Mayor beban ponche y vino caliente,
cual si nadsemos en la abundancia. Mucha razón tenan en vendar
los ojos a los parlamentarios al conducirlos a la sala de baile; porque
si ellos hubieran podido ver los cadavricos rostros de FaIsburgo, no
bastaran a engaarles todo el ponche y vino caliente del mundo.
Durante aquella poca el sepulturero Mouyot y sus dos ayudan-
tes, venan cada maana a mi tienda a beber sus copitas de aguar-
diente. Estos bribones podan bien decir: Bebemos, los muertos!,
como los veteranos decan: Bebemos, el cosaco! Ninguno en la ciu-
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dad haba querido encargarse de enterrar a los que fallecan del tifus:
ellos tan sólo, despus de emborracharse tuvieron el suficiente valor
de hacinar sobre una carreta los cadveres del hospital, y arrojarlos en
la fosa comn. Despus obtuvieron en propiedad el empleo de sepultu-
reros, en unión del anciano Zebedeo.
Habase mandado que se enterrasen los cadveres envueltos en
una sbana; pero como nadie se cuidaba de inspeccionar este servicio,
el pcaro Mouyot sepultaba los muertos tal cual los encontraba, con
capote, en camisa y algunas veces desnudos.
Por cada difunto cobraban aquellas gentes sus treinta y cinco,
sueldos. El to Mouyot, que, ahora est ciego, podr decrtelo mucho
mejor que yo: aqul fue su buen tiempo.
Hacia ltimos de marzo, en medio del hambre espantosa que rei-
naba en la ciudad, cuando no se vea siquiera un perro por las calles,
llegaron hasta nosotros funestas noticias. Se hablaba de batallas per-
didas, de marchas sobre Pars y de otras mil cosas por el estilo.
Los parlamentarios, a fuerza de entrar en la población y de con-
currir a los magnficos bailes que se les daba, sea por indiscreción de
los criados del gobernador, o por cualquiera otra cosa llegaron a sos-
pechar nuestra horrible miseria.
Discurriendo yo algunas veces por las calles vecinas a la muralla
suba al primer bastión del lado de Estrasburgo, de Metz o de Pars.
Ya no tema las balas perdidas. Desde lo alto del parapeto, contempla-
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